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Nuestras instituciones como base de la democracia
| Por Luis Eduardo Gutiérrez Ruiz
Durante el último año, el Congreso de la Unión ha abordado la posibilidad de llevar a cabo reformas a diversos cuerpos normativos con el propósito de desaparecer o modificar la estructura y atribuciones de algunos de los organismos públicos que forman parte del sistema institucional mexicano; como lo son el Instituto Nacional Electoral (INE), el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) o el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), por citar algunos ejemplos.
Dicha situación ha traído a la agenda pública la discusión sobre la pertinencia de tales propuestas, en atención a si dichos organismos cumplen realmente con los fines para los que fueron creados, en comparación con el costo que significan para el erario.
Para quienes impulsan las reformas, el argumento principal radica en la aparentemente excesiva erogación que el Estado tiene que realizar para el mantenimiento de esas instituciones, ya que consideran que las actividades que llevan a cabo pueden ser asumidas por otro órgano, o simplemente eliminarse del catálogo de tareas por desempeñar. Ejemplo de lo anterior es la posibilidad de que la Auditoría Superior de la Federación (ASF) absorba las atribuciones actuales del INAI, o que el TEPJF ya no pueda dictar resoluciones a través de las cuales fije determinadas obligaciones a los partidos políticos en materia de derechos humanos; como se ha plasmado en las distintas propuestas de reforma.
Por su parte, los detractores de las propuestas de reforma señalan que las instituciones mencionadas han sumado a la democratización del país, a través de facultades que les fueron otorgadas precisamente con el objetivo de desempeñar acciones que los órganos ya existentes, insertos en los tres poderes públicos, no estaban desempeñando adecuadamente. Por ello —aseguran— deben conservarse en el panorama institucional, a pesar de que el costo de su mantenimiento pudiera parecer redundante.
Ciertamente, me parece que existe un grado de razón en ambas posturas, pues por un lado es fundamental que los recursos públicos se ejerzan con racionalidad, más aún en un país en el que un altísimo porcentaje de la población vive en condiciones de pobreza extrema; por el otro, no debemos permitirnos lapidar el crecimiento que se ha tenido en tantos rubros, a través del cual hemos evolucionado hacia un México que, en definitiva, puede definirse como más democrático que hace treinta años.
Así entonces, como en muchos otros aspectos, considero que la respuesta se halla en un punto medio: una postura ecléctica, no radical, que nos permita asimilar los beneficios y perjuicios que cada posición pudiera tener.
Si analizamos la historia reciente de nuestro país, es claro que a partir de la década de los noventa, cuando surgen instituciones como el entonces Instituto Federal Electoral, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos o el Banco de México, nuestro país comienza a transitar a un paradigma totalmente distinto: llega la transición política como reflejo del respeto de la voluntad popular y los poderes públicos se ven debilitados de frente a una ciudadanía más consciente y dispuesta a ejercer sus derechos humanos en detrimento del autoritarismo. Claro, todo ello con el respaldo institucional que estos organismos autónomos representan.
De hecho, si lo vemos con detenimiento, ese fue justo el objetivo que la oposición y sociedad civil organizada buscaron al impulsar la creación de este tipo de entes, pues el acaparamiento de atribuciones por parte del Ejecutivo y el Legislativo no daba pie a la posibilidad de generar la apertura democrática que la dinámica global de finales de siglo exigía.
Por supuesto que el trayecto no es sencillo ni se trata de una fórmula mágica. Los avances, si bien perceptibles, tienen que ir acompañados de una transformación cultural, las cuales suelen ser paulatinas y altamente complejas; por lo que pensar que la labor de estas instituciones en la consecución de estos cambios ha sido infructífera únicamente porque no hemos llegado a los niveles de democratización de naciones que llevan décadas en esa dinámica me parece un despropósito. Casos como el nuestro se pueden ver en naciones como Brasil o Colombia, con ciertas similitudes en evolución democrática, pero en definitiva no así en naciones como Islandia o Nueva Zelanda.
La duda quizá radica en el costo que dicha transformación ha tenido, y en qué medida se pueden optimizar recursos a través de restructuraciones institucionales. Las mejoras deben ser siempre bienvenidas, pero para constituir realmente una mejora, las propuestas de cambio deben pasar por un proceso de elaboración razonado, que tenga en consideración todos los elementos que contextualizan los trabajos de una institución.
En ese sentido, es fundamental que las reformas que se aborden por el Congreso de la Unión no solo deriven de intereses políticos y atiendan a dinámicas espontáneas, sino que deben contar siempre con insumos técnicos y académicos que permitan que las decisiones que se tomen, las cuales son tan relevantes para el país, estén debidamente sustentadas.
Es importante que avancemos y es igualmente importante precisar que no es inviable que eventualmente se cierre el ciclo institucional y el Estado Mexicano cuente con un grado de democratización tal que podamos pensar en regresar todas estas tareas a los poderes públicos “ordinarios” en el modelo de Montesquieu; en un paradigma en el que los equilibrios que ideológicamente deben existir realmente existan y la imparcialidad como característica de cada actuación no quede en tela de juicio.
Esa es quizá para algunos la finalidad última de su conformación, como si la existencia de estos órganos autónomos se tratara de la implementación de una acción afirmativa que, al cumplir con su objetivo, puede permitirse cesar. Sea como sea, no podemos ignorar que el despliegue de toda atribución pública tiene un costo, y vale la pena analizar si, al simplemente trasladarse a otro órgano, ese costo se reducirá en automático.
A manera de ejemplo, la última elección vivida en nuestro país, tanto en Coahuila como en Estado de México, muestra la eficacia y eficiencia de las instituciones electorales, pues fuimos testigos de una jornada altamente civilizada. Ese caso es el más reciente y claro, y nos permite dar cuenta de lo funcional que son los procesos, normas e instituciones que se involucran en lo que respecta a la organización de una elección en México.
Son muchos los supuestos y proyecciones que se pueden elaborar, pues hay que recordar que los fenómenos sociales y políticos no son ni serán nunca estáticos. Entre tanto, me parece justo dar el valor adecuado al avance que hasta ahora se ha consolidado en pro de la democracia mexicana, sin buscar minar el desempeño de los distintos elementos que han constituido la base de esa consolidación. Si el futuro de nuestra dinámica sociopolítica transita hacia la construcción de un nuevo modelo, recibámoslo, sí, pero nunca en perjuicio de todo lo positivo que hemos logrado..
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